La acción, cualquiera que ella sea, ha de suponerse como enteramente neutra. Las premisas son: no existe un acto que por su naturaleza intrínseca sea superior a otro; la acción que tú o cualquier persona realiza ocurre como efecto espontáneo del karma previo; ni tú ni nadie crea los acontecimientos que vives; ellos simplemente aparecen, como lo hacen a diario el sol o la luna. Tu opción más lógica e inteligente es permitirle a tu cuerpo y a tu mente que reaccionen ante ellos, al igual que lo haces cuando lees un libro, trabajas concentrado en tu oficina o permaneces absorto en una película; en estos casos todo ocurre sin que el “yo” medie en el proceso. Una acción realizada con destreza no liga al actor con la acción, puesto que no hay actor. La ausencia continua del “yo” en la acción impide el encadenamiento de la acción realizada con un potencial resultado. La ausencia de encadenamiento y la actitud libre con la que se realiza la acción promueve un tipo de comprensión discernitiva que modela con el tiempo una nueva forma de ver el mundo que la rodea.
La causalidad generada por acciones previas es la que determina la naturaleza de los actos que aparecen a cada momento. Nadie crea los actos que emergen, simplemente somos espectadores de nuestro propio pasado causal. Por ello, no podemos plantear ningún tipo de fatalismo, pues no es la voluntad de un tercero quien nos lleva a las circunstancias que obligatoriamente nos vemos obligados a experimentar, sino que son nuestras pasadas identificaciones con las acciones las que generan el potencial futuro. Lo que determina la caracterización moral de la acción tiene que ver con el nivel de identificación del sujeto por la búsqueda del resultado y por su necesidad propia de afianzarse como individuo mientras la realiza. Fuera de estas dos cualidades propias e inherentes al sujeto, y no a la acción, el acto puede percibirse como enteramente neutro.