Si nos preguntáramos qué certeza prevalece en todo instante en nuestra vida cotidiana, responderíamos de inmediato: reconocer el sentido del “yo”, la propia condición egoica1. Sin embargo, aunque detectamos continuamente nuestra propia apreciación personal, ¿es realmente estable y continua dicha actividad egoica en el individuo?
“Estabilidad” y “continuidad” en las certezas cotidianas son los dos elementos fundamentales sobre los cuales ha de sostenerse el equilibrio mental y psíquico de cualquier ser humano. No tiene sentido afirmar que el “yo”, que el ego, es un ente real si no manifiesta estas dos características. Desde la perspectiva occidental, el sentido personalístico es la base de la constitución psicológica y el eje central desde el cual las demás condiciones mentales se estructuran. A ciencia cierta y de manera obligatoria, la actividad yoica se presupone siempre actuante y se advierte siempre presente. La discontinuidad potencial de un “yo” llevará necesariamente a un instante psicológico cercano al vacío, lo que conlleva presuntamente a la inexistencia personal.
He aquí la más grande paradoja humana: el “yo”, por definición, requiere para poder existir manifestar continuidad y estabilidad en sí mismo; sin embargo, desde las tradiciones orientales el “yo” no es ni lo uno ni lo otro; se lo interpreta tan solo como un concepto que aparece carente de identidad propia y cuya naturaleza es intermitente, esto es, existe por suma de circunstancias.