La mística es terriblemente arrebatadora, espantosamente arrebatadora. El mundo místico no es una búsqueda externa a través de la cual conformar y reestructurar un mundo interior. No es tomar algo del mundo. Es el mundo del dar, del ofrecer, del entregar. Es una entrega profunda en la que el sentimiento de yoidad deja de existir.
La experiencia mística nace inicialmente de una necesidad de entrega. La experiencia mística es una especie de absorción, en donde la Divinidad está presente en todos los actos cotidianos de la vida. Es una extraña comunión que solamente entiende Aquello que es a quien se adora y no se diferencia de quien lo adora. La experiencia mística es inenarrable porque al entregarse y experimentar la sensación profunda de entrega de la comprensión amorosa, cuando uno se ha despojado absolutamente de todo, cuando todo cesa, en ese instante todo se gana.
El misticismo es un “querer” sin importar “qué se quiere”, sin importar a dónde se va, sin importar la meta. Es, solamente, querer la simple cercanía de lo amado. Se asume que el rapto de cercanía a la Divinidad enloquece, que ese sentimiento entorpece y, que muchas veces, no hay claridad para poder enfrentar la cotidianidad. Sin embargo, no es así. El místico es un experto en darse a sí mismo; en entregarse total y completamente. El místico comprende, sabe y entiende sin saber por qué sabe, comprende o entiende, pero no necesita sostén en ello, porque simplemente ama, porque simplemente está lleno de sí.
¿Sabes cuántos instantes posteriores llenos de amor posee la sensación de un instante pleno? ¿Sabes que el recuerdo de un instante pleno es otro instante pleno?