Mirar al dolor como un amigo, al igual que hacemos con la irritante factura mensual que nos muestra el valor del saldo de la hipoteca y que, aunque no queramos mirarla, siempre acabamos observando. El dolor visto desde la madurez de la propia presencia interior se convierte no solamente en amigo, sino en un inmejorable maestro. El dolor habla un idioma claro y conciso. Cuando desaparece solemos agitar una tenue sonrisa y retiramos la mueca de cansancio y, en esos momentos, ante el bienestar que se restaura, hacemos votos y juramos equilibrio aunque, eso sí, esas promesas pronto se olvidan.
¿Sabes de qué hablo cuando digo que el dolor puede convertirse en amigo? ¿Sabes qué intento expresar cuando digo que mirarlo a los ojos sin caer en sus fauces dignifica y enaltece nuestra interioridad?
El dolor, ciertamente, puede atormentar el cuerpo y la mente pero, aún así, nos lleva a nuevas comprensiones, nos traslada a nuevas maneras de ver el mundo, la moral y la ética. La moral vista desde la óptica de quien sufre no es igual a la de quien tiene salud; asumir que la vida es la prioridad esencial no se sostiene ante la vivencia del dolor lacerante. Qué extraño poder de convencimiento tiene el dolor que frente a su presencia arrolladora, incluso la importancia de la vida llega a pasar a un segundo plano. Cambiar de esta manera nuestras convicciones personales solo lo logran el consejo amable de la sabiduría o de la amistad. Esta maravillosa cualidad, la de transformar de raíz y a profundidad la mente misma, es un mecanismo pedagógico que desconocemos.
Hacer frente al dolor, encarar su turbia faceta y convertirlo en objeto de análisis, procura una fuerza interior que sirve de eje para la ampliación de la propia conciencia. El dolor es un amigo harapiento cuyas sordas palabras podemos apreciar si tenemos la suficiente fortaleza para escucharle.