Los hábitos mentales, los condicionamientos sociales y hereditarios, son la base de la conformación de la memoria y esta se estructura por estratos basados en el refuerzo que otorga pensar en ellos continuamente.
El “yo” adopta el papel de propietario de los hábitos más frecuentes y, vestido con dicho ropaje, asume la creencia de identificarse con ellos al igual que un cristal transparente se torna coloreado en función de las características de aquello que trasluce su naturaleza. De tal manera que si, por ejemplo, aparecen en la esfera mental pensamientos relacionados con sucesos fatídicos, la tristeza se apoderará inmediatamente del sujeto invitándolo (o más bien obligándolo) a involucrarse y convertirse en un ente triste. Pero si, al contrario, son evocados acontecimientos de felicidad, la alegría tiñe de su propio esplendor y gozo al sujeto. A su vez, la misma inercia mental lleva continuamente a que la mente no distinga distancia entre sí misma y los recuerdos sugeridos. Esto lleva a que el individuo acabe convirtiéndose en un ente preso de sus propios recuerdos y que instante tras instante los pensamientos invadan sin descanso su esfera de cognición. A la postre, quien así vive cree que su vida se tiñe fundamentalmente de sus recuerdos, pasa día tras día, año tras año añorando lo vivido o proyectando lo negado por la vida.
Es tan agitada e incontrolada la actividad mental que psicológicamente somos tan sólo los hábitos que se suelen presentar más a menudo en la consciencia personal. Dependiendo de cuáles son los pensamientos o hábitos que mayormente asaltan la esfera cognoscitiva, así es el individuo.