Si el ser humano fuera un ente realmente libre, debería poder decidir los acontecimientos y debería también poder reaccionar ante ellos de un modo carente de historia, es decir, de una manera no condicionada por sus propios hábitos. Sin embargo, claramente vemos que esto no es así.
Los acontecimientos que se presentan ante el individuo son, sin excepción, consecuencia de un infinito número de causas previas, de modo que no tenemos otra alternativa que concluir que a dichos acontecimientos no les queda más remedio que ocurrir. Por otra parte, y siendo mínimamente perspicaces, detectamos que nuestras decisiones están total y completamente condicionadas por nuestros gustos, inclinaciones, anhelos, es decir, por nuestra historia, vale decir por nuestros hábitos. Si nuestras decisiones son el resultado del interactuar de nuestros hábitos, que no hemos elegido, respecto a los sucesos que se presentan, que tampoco hemos elegido, ¿dónde queda nuestra “libertad”?
El ser humano cree que decide. Y cree que decide porque asume ser un ente configurado en base a su propia historia. Si se le pregunta qué es él sin su historia, es decir, qué es él sin todo el cúmulo de características personales, históricas, físicas, psíquicas y energéticas con las que está tan profundamente identificado, en principio no sabe qué responder. Pero si un individuo es capaz de atestiguarse a sí mismo sin historia, detectará que en verdad lo que en él es estable es una presencia consciente continua sin caracterizaciones de ningún tipo. Eso es lo que en verdad somos, y es desde esa vivencia, desde esa comprensión desde donde resulta evidente el absurdo de afirmar “yo hago”, “yo decido”. Así, no puede haber ningún “yo” que pueda afirmar “soy libre”. Y basta la percepción simple, natural, espontánea y no esforzada de cualquier evento que esté aconteciendo para que el perceptor salga de su propia cárcel kármica. Ahí está la libertad.