El Bhagavad Gita es considerado un Upanishad, un texto sagrado, un Sruti. Es un referente claro, definitivo y contundente respecto a qué es el conocimiento, al punto que todas las diferentes escuelas que se basan en los Vedas, e incluso algunas que no lo hacen, tienen al Bhagavad Gita como fuente de inspiración porque tiene una enseñanza maravillosa y profundamente universal. El Bhagavad Gita no propugna una única forma de ser o de hacer, un único camino. No propugna una mejor y única vía como salida al dilema del mundo, de la vida y del dolor. Se ha convertido, a lo largo de los tiempos, en una fuente de la que todos beben porque quienes lo hacen profundizando en él siempre encuentran la manera de avanzar en el conocimiento de sí mismos.
El Bhagavad Gita comienza con la palabra “dharma” y termina en la estancia 18 con la palabra “mama”, que se traduce como “mi”. Se dice que el compendio de un texto sagrado converge en la descripción que dan la primera palabra y la última. Así, el Bhagavad Gita trata de “mi dharma”, lo que yo debo hacer, mi deber, mi propósito. Y lo que debo hacer es encontrar mi naturaleza metafísica. Profundizar y convertirme en ella. Eso es lo que alegóricamente se plantea en la maravillosa historia de la batalla del campo de Kurushetra: el reencuentro del individuo consigo mismo a través de la lucha con su propia naturaleza confusa, conflictiva, representada por el clan de los Kuravas. En verdad, es la lucha que todo ser humano desarrolla cotidianamente en su interior. He ahí, pues, la asombrosa universalidad del Bhagavad Gita.