La estructura mental humana favorece igualmente la presencia continua de la emocionalidad y de la razón. El universo de los pensamientos, sentimientos, emociones y pasiones planean como las nubes cubriendo continuamente el cielo. Es frecuente reconocer que la mente, herida de continuo por los efluvios del sentir, de lo amoroso, de lo sensible y lo pasional, una y otra vez frecuenta este tipo de reacciones. Canciones, cuentos, historias y novelas certifican dicha situación. Se canta y se ensalza de continuo la atracción que el sentir provoca como respuesta personal a los recuerdos y al entorno.
¿Puede convertirse la fuerza del sentir, con sus diversas gradaciones, en trampolín a una nueva faceta del descubrimiento interior? ¿Puede el sentir servir de materia prima a la búsqueda interior sin tener que ser rechazado por la moral o la ética? La respuesta es sí; el sentir puede convertirse en imán de la espiritualidad siempre y cuando se adviertan ciertas recomendaciones que impidan que caiga en el abismo del dolor y la contaminación moral.
El sentir es una fuerza centrífuga, mientras que la comprensión y el saber se expresan como una fuerza centrípeta. El sentir debe ser entregado, pues su naturaleza escoge preferentemente dar a recibir. La expresión más sublime del amor se manifiesta en la simple entrega. Los indios, conocedores de ello, favorecieron un tipo de relación muy especial con el sentir divino. El enamoramiento hacia Dios siempre se expresa mediante la cercanía con todo lo creado. El devoto, es decir, quien es capaz de sentir incesantemente la cercanía de lo divino, ve el rostro de lo amado en las diversas facetas que la creación provee. El místico, apoyado en su constante sentir, se aboca a lo divino viendo a Dios en todas las cosas.