La meditación nació antaño como mecanismo práctico para navegar por los océanos del ser.
La meditación trasciende toda alternativa física o mental para dirigirnos a mundos insospechados, a realidades ocultas tras los velos del pensamiento, del mismo modo que la espesura de las nubes velan el inmenso sol durante el día.
Meditar es, entonces, atreverse a mirar allí donde lo desconocido guarda secretos sin nombre, es desplegar nuestra conciencia en la propia atención del perceptor que atestigua.
Meditar es una forma excepcional de cognición donde se resquebraja la dualidad cognitiva sujeto-objeto y emerge la percepción de un universo con infinitas partes pero, sin diferenciación esencial entre ellas.
La meditación tiene una esencialidad teórica: asume que la conciencia es un fluir auto-luminoso, inindagable e ininterrumpido de la fuerza de saber y saber que se sabe.
La conciencia no-diferenciada emerge como individual solo en algunos determinados estados de conciencia. No hay nada que sea independiente de la conciencia que percibe.
La atención es el aspecto dinámico de la conciencia y gracias a ella conocemos aquello que atendemos.
El universo que la conciencia individual detecta es cambiante, impermanente y evoluciona hacia una nueva forma o aspecto.