El individuo, con base a la función egoica (ahamkara) que opera en su ámbito mental (antakarana), presupone que es el libre ejecutor de la acción. El individuo se apropia de la acción movido por el afán de obtener recompensa o placer y de evitar, en lo posible, el dolor.
Supone, quien así actúa, que existirá alguna modalidad de acción terrenal o divina que provea el esperado descanso y entregue la anhelada felicidad. Busca infructuosamente una experiencia que lo haga sentir pleno, que le dé una razón para vivir, para ser. Sin embargo, su nave mental deambula arrastrada por el azaroso viento de los múltiples mares egoicos donde navega. Por momentos cree encontrar el centro inmóvil de sí mismo donde se respira la fragancia del amor o de la alegría pero, inexorablemente, el tiempo o la distancia, como fuego que todo lo arrasa, terminan por destruir el momentáneo sustento de felicidad. Por momentos se sintió realizado al obtener de la divinidad sus dones, pero luego deviene culpable o triste al no haber podido mantenerlos.
Y es en medio de este incesante cambio de alegría y decepción intermitentes que nace de la acción donde el ser humano juega a creer que controla el mundo y a sí mismo.
Si por un momento siquiera intuyera que él, como ser divino, goza siempre de la paz que no encuentra; si entendiera que se ahoga en el tormentoso océano de su mente buscando aquello que siempre ha sido suyo, dejaría de reclamar confusa y afanosamente a la acción algo que ella jamás le proveerá. Si por un instante intentara aquietar el fluctuante mundo de su mente entendería por fin que, en realidad, es un espectador silencioso, inamovible e ilimitado en el inconmensurable océano No-dual de la existencia.