Cuando la práctica meditativa externa se afianza en la vida cotidiana y se logra aquello por lo que se ha trabajado intensamente, se genera una especie de libertad psicológica. Es algo parecido a una sensación de no-localización en la que no hay perceptor alguno en el espacio de la cognición, en la que aparece una ausencia de control de los procesos propios, desapareciendo la necesidad de buscarse o de encontrar meta o dueño en la percepción, donde surge un sutil matiz de no-dependencia hacia nada ni de nadie.
Esta actitud surge natural y espontáneamente con el afianzamiento de la experiencia meditativa externa y de ninguna manera puede ser inducida a voluntad. Entonces, ¿cómo nace esta sensación de libertad interior? Los vedantines la inducimos a través de lo que se llama vairāgya: “desapego mental” a los objetos de sensación, y que no debe confundirse con el mismo término usado en Occidente, donde por desapego se entiende el simple hecho de evitar el objeto que genera el conflicto.
En lo cotidiano, el “desapego mental” se puede inducir abocándose a la correcta ejecución de la acción en oportunidad de lugar y tiempo, actitud que suele ser muy difícil de instaurar dado que el ser humano tiene la tendencia a prevenir el nacimiento o posponer el final natural de las acciones que enfrenta cotidianamente. Como muestra sirva el simple ejemplo de una cena con algunos amigos en la que surge el sueño y, por alargar los momentos agradables que allí se suceden, no se es capaz de retirarse a descansar a sabiendas de las responsabilidades que se deberán acometer al día siguiente. No se toma la decisión ante la esperanza nada realista de que al día siguiente no se pagarán las consecuencias de posponer el momento del descanso. Se puede deducir que no se quiere cortar en el instante de partir, a sabiendas de la apropiación que se da de esos momentos considerados agradables.
De igual forma sucede cuando se está comiendo y llega el momento de llenura en que el cuerpo dice sutilmente “basta”, pero se sigue comiendo en exceso y sin control simplemente por el hecho de que aún quedan alimentos en el plato. Incluso aparecen múltiples argumentos con los cuales justificar este tipo de actos, como por ejemplo el de “tengo que alimentarme” o “me han invitado y por respeto no dejo nada en el plato”. En la vida cotidiana no hay capacidad para poner límites naturales a los eventos que surgen espontáneamente, no permitiéndoles morir en su momento ante la desesperanza de perderlos, llegándolos a alargar innecesariamente.
En estos casos, el adulto se asemeja a un niño en cuanto a sus reacciones impulsivas. Cuando un padre le dice a su hijo, por ejemplo, que al regresar del trabajo van a ir a comprar el juguete que tanto desea, el niño impacientemente le va a instar a realizar lo que le prometió. A pesar de la insistencia por salir a comprar inmediatamente el juguete, antes de salir, el padre realizará todas aquellas labores necesarias (como cambiarse de ropa o coger las llaves del coche) y esperará hasta que se dé la condición apropiada
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de ir a comprar. El niño no sabe esperar a que llegue el momento oportuno de partir mientras que, en este caso, el padre que sí sabe encontrar el instante en donde las cosas empiezan, pues sabe y hace lo que tiene que hacer y simplemente espera a que se dé la suma de condiciones de eventos que permitan el momento apropiado de salir. Después de la compra el padre sabrá que habrá que regresar a casa porque reconocerá claramente que ha llegado el momento en que la situación ya ha terminado. Sin embargo, cuando el niño llega a la tienda y va rápidamente hacia el juguete que quiere, ve al lado otro diferente. Ya no sabe encontrar el momento de satisfacción que le proporcionaría conseguir lo que deseaba inicialmente, puesto que de inmediato aparece la esperanza de que hay otro juguete que puede ser mejor. En este caso el niño no sabe encontrar el momento final adecuado a cada situación.
De la misma forma, las personas en la vida cotidiana no son expertas en dejar que los acontecimientos nazcan y mueran por sí mismos y no encuentran los momentos correctos para empezarlos ni terminarlos. Se vive con la esperanza de que las circunstancias sean mejores de las que en este momento dispone la vida, o de que las que no gustan simplemente no sucedan. Si las malas experiencias llegan, se desea afanosamente que pasen rápidamente sin esperar a que finalicen en el momento oportuno. A la psique humana le es difícil discriminar cuándo debe ser el principio y el final de los acontecimientos cotidianos. Por ello se dice que un maestro en el arte de la acción es aquel que es diestro en el reconocimiento del nacimiento y muerte de las cosas.
Lo mismo sucede con la ausencia de una persona querida. Se sufre porque después de que partió, al no poder compartir ni experimentar nuevamente con ella, se tiene la esperanza de comunicarse y volver a verla. Pero el que sabe el momento en que el acontecimiento termina, también comprende que en todo instante nuevamente empieza otro. Por ello, la única opción lógica es simplemente entregarse a la nueva acción que nace. En el caso extremo de la muerte de un ser querido, la persona que opera desde esa perspectiva sabe con certeza que cuando alguien muere simplemente no volverá. Dicha certeza profunda e interior reduce e, inclusive, anula el sufrimiento.
Hay veces, mientras permanecemos en la práctica de la meditación interior, que asoman sentimientos o pensamientos que nos son agradables. Al ser eventos gratos, se tiene la tendencia a recrearse y permanecer en ellos, aunque se sabe que sólo son pensamientos y que en el fondo la única opción coherente es cortarlos. Lo extraordinario es que al cortarlos nace un nuevo estado cognitivo denominado Observación. En la Observación Interior el perceptor es testigo silencioso de la ausencia de todo pensamiento y queda sumergido en un ambiente interior vacío completamente indiferenciado, amorfo y homogéneo. Posteriormente el testigo llega a desechar el vacío del estado de Observación y vislumbrar el estado interior de la Concentración. Allí, en la Concentración, el nuevo testigo de la cognición enfoca su atención sobre sí mismo y no sobre el vacío previo, y así se convierte en conocedor de sí mismo.
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En la Concentración Interior, el testigo se evidencia a sí mismo como único objeto de conocimiento. En la Observación Interior, el testigo conoce el vacío de pensamientos; se parece a observar el negro de la noche si en la bóveda celeste no hay estrellas. Es una experiencia que puede llegar a ser habitual y relativamente fácil de sostener, o como mínimo es posible percibirla aunque sea por momentos fugaces.
Del mismo modo, en las acciones cotidianas y externas las personas desean con intensidad momentos románticos o íntimos, pero cuando estos llegan tienen terror a que sean demasiado románticos o demasiado íntimos porque no saben qué hacer. No se permiten entregarse totalmente y siempre se reservan algún sentimiento para no mostrarse plenamente. Esta reserva es la que finalmente no permite que la experiencia sea plena o que se viva con toda su intensidad.
Para encontrar una salida a esta forma de experimentar las acciones hay que tratar de adoptar una actitud absolutamente clara y vital que nos lleva a la percepción de nuevos estados de conciencia: lograr la entrega, esto es, la comprensión que permite darse conscientemente, de dejarse ir sin temor a la acción que corresponde, de no buscar ni anhelar algo que no exista en un momento presente.
Uno de los ejemplos más claros para ilustrar este hecho es el ya mencionado anteriormente de cuando se está comiendo y llega el punto en donde no se debe seguir. Es muy común, si hay un poco de atención, que el mismo organismo indique el momento en que ya es suficiente y no es necesario seguir alimentándolo. El gran problema es que esa sensación suele aparecer generalmente cuando aún hay alimentos deliciosos en el plato. Uno no sabe detenerse y dejar de comer; no puede entregar el sentido del gusto pues cuesta demasiado dejar cada gustoso bocado del plato. No se es diestro en los puntos de inflexión donde la vida cambia de un acontecimiento a otro. No se sabe parar y transferir todo acto volitivo al siguiente proceso, no se reconoce el momento en que las cosas terminan; siempre se quiere algo más, y en lugar de permitir que finalicen por sí mismas, lo que se hace es añadirle otro acto volitivo erróneo y adicional. Las cosas buenas queremos que sean siempre continuas, pero a veces lo que es demasiado bueno empalaga, y ahí ya es tarde, porque cuando se quiere parar ya no es el momento correcto, y en el caso del ejemplo anterior, el organismo sufrirá el exceso cometido.
Los niños más pequeños, en cambio, pueden pasar de un estado a otro de forma inmediata. Se pueden haber dado un golpe, pero en cuanto se les llama la atención con algo agradable inmediatamente salen del dolor y se proyectan al nuevo acto, demostrando así su capacidad de entrega al siguiente momento, a la siguiente acción.
Al ser humano le supone una gran dificultad encontrar los momentos justos donde debe iniciarse una acción y donde esta misma debe ser dejada a un lado. Es difícil aprender a decir “no” cuando tiene que ser dicho “no” y decir “sí” cuando tiene que serlo. Para la mayoría de las personas un “no” es un “tal
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vez” o un “hoy no pero mañana sí”, demostrando así que no se sabe decir ni lo uno ni lo otro.
La toma de decisiones debe ser algo sin esfuerzo, sin la violencia del acto volitivo. Debería ser similar, por ejemplo, a cuando las personas se duermen o se despiertan: las dos opciones ocurren sin esfuerzo, siendo los sistemas físicos o neurovegetativos los que llevan el control de estos procesos. Nadie puede dormirse haciendo el esfuerzo por querer dormir. De igual manera la conciencia asume el rol de control sin necesidad del acto volitivo.
Hay que aprender a encontrar ese momento en donde las cosas terminan para poder hacer el salto de una acción a otra. Los discípulos de algunas escuelas Zen, por ejemplo, disponen de cierto tipo de ejercicios y prácticas que les ayudan a tener la disposición adecuada para encontrar esos momentos, generándoles una capacidad de definición y de decisión impresionantes. Por ejemplo, cuando comen se quedan con algo de hambre, dejando en el plato cierta cantidad de comida. Esto que parece tan simple denota una gran estructuración mental, una sólida condición de estabilidad de la psique y un control interior muy fuerte.
Este tipo de situaciones generan una simetría en el mundo interior, facilitando la espera de pensamientos sin esfuerzo, la entrega a la actividad cotidiana sin esfuerzo y la pérdida del control volitivo sobre cualquier contenido mental, permitiendo así que aparezcan percepciones asociadas a estados de cognición superiores.
Sin embargo, esta actividad de acción no esforzada y sin apetencia de fruto es poco frecuente en el ser humano. Las personas permanecen casi siempre tan sumergidas en el esfuerzo de querer hacer, de desear el fruto de la acción, que su intencionalidad se hace presente incluso hasta en las ocasiones en que no es necesario imprimir un sesgo de esfuerzo. No es fácil entender que “no hacer nada” equivale a “hacer sin que haya alguien que haga algo”, de experimentar la acción sin esfuerzo volitivo. Es fácil detectar la actividad asociada al esfuerzo, pero no la acción asociada a la carencia de este.
Es difícil que el ser humano se evidencie a sí mismo viviendo, existiendo o conociéndose sin esfuerzo por hacerlo; él solo es capaz de reconocerse o evidenciarse a través de intermediarios como pueden ser el propio cuerpo o la memoria. Es muy difícil la propia autoevidencia sin recurrir a esos intermediarios. Sin embargo, cuando raramente se experimenta el acto consciente sin intermediación alguna, es decir, a la atención atendiéndose en la práctica meditativa interior, se reconoce con intensidad inusitada la fuerza de existir. No hay experiencia que posea por sí misma el porte y la viveza de aquella donde la atención se atiende. La “evidencia de evidenciarse” es tan fuerte e intensa que rompe toda frontera cognitiva, permitiendo la experiencia No-dual.
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La puerta que nos introduce a su vez en la práctica meditativa externa es el acto de percibir un objeto cualquiera del entorno (evidenciar) sin percibirse a sí mismo (autoevidenciarse). Este primer peldaño de la experiencia externa meditativa denominada Observación Externa, genera aún una representación dual del mundo. Este sentido de dualidad se soluciona instaurando un sentido de evidencia y autoevidencia simultáneo, situación que ocurre solamente cuando es posible conocer eventos que hacen parte del presente. La percepción presencial externa lleva a que la atención se pose ininterrumpidamente sobre cualquier evento externo que esté sucediéndose. La permanencia de la atención sobre objetos externos que requieren la intermediación de los sentidos, es la clave para poder instaurar más adelante la experiencia No-dual.
El primer paso para el logro de la cognición No-dual resulta de la permanencia de la atención en un objeto presencial interno o externo. Si el evento a conocer es externo, la atención debe depositarse ininterrumpidamente en lo conocido; en cambio, si el evento a conocer es interno, la atención debe depositarse ininterrumpidamente sobre el testigo que conoce los objetos mentales, los pensamientos. Sólo de esta manera se transita por el camino que abre las puertas a la experiencia No-dual. Las realidades cambiantes nacen de la atención intermitente a realidades que momentáneamente hacen parte del presente y al instante siguiente hacen parte del futuro o del pasado.
Todo ser humano atento ante cualquier circunstancia cotidiana siempre sabrá que hay un momento para concluirla y dar inicio a la siguiente acción. La libertad es encontrar una forma de realizar la acción en oportunidad de lugar y tiempo.
La propia inteligencia de nuestros sistemas y de los de la naturaleza muestran constantemente lo que debe hacerse; basta estar atento a las señales que la vida muestra para detectarlos. En sí misma, la inteligencia de la naturaleza no tiene voluntad propia ni busca apropiarse de cosa alguna, no tiene deseo ni busca control de la acción; ella realiza la acción de manera pura. La inteligencia asociada al presente opera en todo momento e instante. Ella determina cuándo las acciones deben comenzar y también cuándo deben morir. La destreza en el acto de dejar nacer y morir las acciones, se aprenderá con la entrega de la voluntad al presente, situación en dónde el “yo” desaparece y nace la inteligencia ordenada que finalmente nos conducirá a la experiencia No-dual.