Es evidente la dificultad que el lenguaje encierra cuando se intenta mostrar mediante escritos o verbalmente la experiencia metafísica personal. Mente es sinónimo de lenguaje. Los alcances y las dificultades de la mente se ven reflejados mediante el lenguaje en cualquiera de sus expresiones.
La mente se alimenta fundamentalmente de la cotidiana experiencia. La memoria fija e impide que la información experimentada sea olvidada; de esta manera, con el acopio de experiencia acumulada, podemos certificar la percepción actual cotejándola con experiencias objetivas o subjetivas que previamente hemos aceptado como válidas.
Sin embargo, la experiencia metafísica, la vivencia de realidades como la no-dualidad, aunque deja huella en la memoria, no puede ser comparada ni validada con las clásicas experiencias previas racionales. He aquí, entonces, la dificultad pedagógica que conlleva señalar de forma específica una experiencia cuyo trasfondo no es verificable para el alumno que la escucha de la boca de un maestro o que es leída en cualquier texto sagrado.
Son entonces la poesía o la afirmación y negación inmediata de una idea o el uso de paralenguajes, como el mismo silencio, los elementos más adecuados para el manejo de un adecuado contexto pedagógico. Eso lleva a que, muchas veces, sea precisamente lo que no se dice ni se escucha aquello que más profundamente transforma al alumno. Hay experiencias directas que calan de una manera excepcional sin que exista necesariamente un trasfondo racional.