Toda persona común, al levantarse por la mañana, es él quien hace el sobrehumano esfuerzo de retirar las cálidas cobijas que le arropan en invierno; es él quien necesita asear su cuerpo y vestirlo para alistarse antes de ingresar a su trabajo diario; es su cuerpo quien tiene hambre y requiere de desayunar para tomar fuerzas. Así, cada acción siempre se interpreta bajo la óptica de alguien que la realiza.
En su lenguaje cotidiano, siempre declina los verbos en primera persona cuando se siente realizador de los actos. Piensa y habla diciendo: camino, trabajo, me aseo; así, todas las actividades que implican acción se convierten en verbos asociados a cualquiera de los pronombres personales: yo, tú, él, nosostros, vosotros y ellos. El verbo, al declinarse, inmediatamente toma el matiz propio de quien realiza la acción, tal como la lluvia que cae al mar adopta inmediatamente el carácter salado del agua.
La desidentificación impide la aparición del sentido de yo en la acción realizada, ya sea esta física o mental. La mente procesa entonces la información sin que exista sentido de apropiación ni pertenencia. La atención del sujeto permanece, pero no encuentra un centro activo donde se presuma que existe el centro de la individualidad. Entonces la acción se hace pero no hay quien la haga; hay saber pero no hay quien sepa. Liberada la mente del sentido del yo cambia la modalidad de percepción y se establecen nuevas reglas de cognición; son estas nuevas reglas de cognición las que determinan la aparición de nuevos estados de conciencia.