Inicialmente parece coherente plantear que, de ser posible detectar los samskaras más dañinos, es menester proceder a su aniquilación. De hecho, esa ha sido una vía recurrente, especialmente en Occidente. Se determina que el problema es la excesiva adicción de la mente a los estímulos sensoriales y a las tendencias negativas que emergen a través de las “tentaciones” que el mundo provee. Desde ahí, se estipulan una serie de medidas como el retiro o el aislamiento, la mortificación, el celibato… en definitiva, toda una variada gama de circunstancias tendentes a promover el alejamiento o la ausencia de lo que se entiende que puede inducir el alimento o la creación de hábitos catalogados como dañinos. La terapia más frecuente es el uso de la moral, esa endemoniada vocecilla que advierte lo más o menos malos o buenos que somos. Otra terapia frecuente para enfrentar los hábitos es la negación, es decir, asumir que las reacciones no afectan a quien las realiza. Desafortunadamente, la experiencia demuestra que la moral o la negación de un hábito, lejos de extinguirlo, lo refuerza, lo alimenta, a veces incluso haciendo que dicho hábito adopte formas desviadas o retorcidas simetrías, circunstancia particularmente evidente en todo lo referente al impulso sexual.
En Oriente, en general, y desde el Advaita en particular, hace tiempo que se planteó que el ser humano no puede, por vía volitiva, inducir la desaparición de los hábitos, de los samskaras. La única opción que nos queda desde la perspectiva de la voluntad, y ante el problema de los hábitos, es la de intentar transformarlos. Sin embargo, un hábito no consume a otro, simplemente, y en el caso de lograr instaurar una nueva conducta, el hábito previo se esconde, hibernando hasta encontrar el momento propicio para nuevamente despertar.