La identificación es tan compleja de entender como lo es trascenderla. Imagina que sueñas: conversas, mientras duermes, con cualquiera de las personas que en este estado onírico nacen. Imagina lo difícil de decirles que no existen; imagina la cara que pondrán cuando les comentes que el dolor del cual se quejan por ese ser querido que acaba de fallecer en ese sueño es inexistente. Te mirarán con sus ojos y notarás en ellos lágrimas, lágrimas de dolor, de desesperación ante la partida de un ser querido…, y, sin embargo, es tan sólo un sueño. Basta despertar, reconocer a ciencia cierta que estamos despiertos, y el dolor que tiñe de tragedia la vida de un soñante desaparece como por arte de magia. Desaparece por la comprensión de saber que ahora, despierto, aquel mundo se advierte como irreal, ilusorio.
Mientras duermes, aquel con quien hablas se identifica con su dolor; cree a ciencia cierta que su dolor es real. Su mente le lleva a recordar la linealidad de todos los eventos y le augura un futuro sostenido en un pasado y, sin embargo, todo desaparece al despertar. Los miles de soñantes se difuminan y sus identificaciones se deshacen.
La desaparición del dolor y de la identificación que lo produce acontece a causa de una nueva certeza, la del despertar. Pero mientras no se despierte a una nueva realidad de Ser, el dolor y la angustia que genera la identificación mental con él se hacen insalvables. La cadena que amarra el sentido de identificación con cuerpo y mente empieza a desvanecerse cuando la mente roza la No-dualidad, entendida esta como una forma de cognición especial que denota el continuo no-diferenciado de la Conciencia como relación no-diferenciada entre conocedor y conocido.