La cultura occidental asume que el “yo” es “algo” cualitativo que nuclea experiencia y absorbe conocimiento. Es innegable la sensación propia de ser ente individual, pues tenemos percepción directa de ello. Sin embargo, intentar definir la exactitud de la individualidad nos pierde en afanosas respuestas que van desde lo mundano a lo divino.
Todos los científicos hasta la actualidad han intentado desenmascarar el “yo”, aislarlo para definirlo correctamente. La búsqueda del “yo” se parece a la indagación que los físicos realizaban hace ya más de un siglo con el “éter”, una desconocida sustancia que se suponía era el medio de propagación de la luz. Todo tipo de experimentos se realizaron con el fin de encontrar la dirección del movimiento del éter. Todos fracasaron. Al final Einstein sugirió lo más inteligente: el éter no existe. La inexistencia del éter, sumada al hecho de que la velocidad de la luz es constante en cualquier sistema inercial de referencia, ayudó a que la física clásica se fracturara y naciera la mecánica cuántica. Algo similar ocurre con el “yo”. Se intenta a toda costa localizar su residencia cerebral, con el fin de detectar sus costumbres y poder así conocerlo adecuadamente. Conocer la guarida del “yo” permitiría trabajar sobre él sin intermediario alguno; conocerlo directamente implicaría un control más exhaustivo sobre su naturaleza. A diferencia del éter, que era una idea sugerida, el “yo” parece ser una actividad tan evidente que pareciera imposible abandonarla. Sin embargo, abandonar la idea de la existencia de un “yo” dependiente de él mismo es un hecho abiertamente aceptado por las grandes tradiciones orientales.