Una cultura que de entrada castiga al hombre imponiéndole normas basadas en la subvaloración interior no tiene otra forma de sostenerse que jugar a enmarcar las acciones en buenas y malas y por ende, a quienes actúan, en buenos o malos.
No critico las normas, tan sólo defiendo al ser humano bajo el supuesto de que puede llegar más lejos en una correcta apreciación de sí mismo si no presupone que por el hecho mismo de nacer se es malo, y que su salvación no depende de sí mismo sino de otro.
Pensar que el conocimiento de sí mismo se logra mediante la aceptación y vivencia de ciertas normas que lo identifican como “bueno” es lo más injusto. He aquí la razón por la cual en este mundo todo acto es justificable, incluso la guerra, la muerte o la misma inquisición.
Inmersos en los condicionamientos impuestos se nos lleva como corderos al matadero. ¿Cree usted que el pueblo tiene el poder de controlar el estado por el mero hecho de poseer un voto? En la mayoría de los países la corrupción campea ofreciendo fondos suficientes para sostener el grupo político que se eligió.
La propia aceptación consciente que determina la creencia en el karma impide la realización de actos que dañen a terceros. Culturas que validan la causalidad de las acciones y prolongan sus consecuencias a otras vidas tienen mayor posibilidad de hacer perseverar sus tradiciones incólumes en el tiempo. En cambio, tradiciones que ofrecen el descanso eterno y que, para ello, compran el alma ofreciendo un puesto seguro en el más allá son las que, a través de la corrupción espiritual, crean un clima malsano, una mafia espiritual que finalmente se convierte en la expresión de un negocio cuyo único fin es la obtención del poder.