El devoto, quien posee la cualidad inefable y constante del sentir, puede reconducir su mente al enamoramiento de lo divino. Imagínese la relación limpia que favorece la cercanía de un niño y sus padres. El niño se siente protegido por sus figuras; el sentimiento amoroso fluye hacia ellos de manera natural como fuente que incesantemente llena todo cántaro. El niño no se esfuerza por querer; su mundo de inocencia lo obliga a expresar su pesar y su alegría a quienes con ojos de protección lo cuidan y educan. Alegra la cercanía de su madre, llena el espacio su mirada y nada más anhela que el fuego del sentir que mana mutuamente. Con lo divino ocurre algo parecido: es menester entregar el sentimiento a Dios sin pedir nada a cambio. El devoto repite constantemente su nombre, realiza toda acción en pos de su nombre; a cada instante se ve anegado de su recuerdo y se siente embriagado por el néctar que representa su imagen.
Solo se puede amar realmente cuando el amante no espera absolutamente nada del amado. Es en esa entrega absoluta que el devoto empieza a distinguir lo divino en lo simple y cotidiano de todas las cosas. Solo de esta manera, mediante la entrega, suscita el fervor de ver a Dios en todas las cosas, en las piedras, montañas, árboles, animales, incluso en los enfermos e ignorantes. Pero a quien siente así le es natural realizar la tarea de la entrega, pues su naturaleza esencial es completamente centrífuga, esto es, lo lleva a abocarse a la entrega y al sacrificio hacia el mundo.
Cuando el sentir se tiñe de posesión, se convierte en moneda de cambio. Se espera con desesperación la voz de aliento del amado y se sufre ante la disyuntiva de no ver su rostro ni escuchar su voz. El egoísmo en el sentir provoca un dolor que se extiende como la noche. En cambio, cuando el acto de entrega es espontáneo e inegoísta, el sentir se convierte en ariete para saltar a los mundos donde la devoción se transforma en la anhelada paz del corazón.
Son los místicos, los devotos, quienes logran dar el salto que implica amar sin esperar nada a cambio. Solo ellos, dispuestos a caer al vacío que se abre ante la entrega total, son quienes finalmente cosechan el fruto de la esperanza que otorga ver a Dios en todas las cosas.