El sufrimiento humano se sostiene en el sentido de identificación. Mientras mayor sea este, más hondo es el sufrir humano. La identificación es un acto que nace de la imposibilidad de reconocer nuestra verdadera naturaleza interior; asumir que somos el cuerpo, nuestra vitalidad física o nuestra capacidad de raciocinio, implica navegar en el mundo del cambio, en la inestabilidad de las emociones, pensamientos y deseos.
Sin embargo, ¿cómo convencer a alguien de que su dolor nace a causa del sentido de identificación? ¿Cómo es posible traspasar la barrera de la ignorancia y dar la vuelta al conflicto de la mente y a la inestabilidad que ella produce?
El dolor huye con las certezas firmes, como la certeza de que la vida vale más en la medida en que nos conocemos mejor; en cambio, cuando la duda planea por la mente, la desazón ronda por la vida. La identificación es un mágico velo que solo existe en la mente de quien no posee certezas firmes y continuas de sí mismo. Nota cómo un niño muda su dolor en curiosidad en el mismo momento que, mientras llora, advierte un nuevo juguete. ¿Cómo puede desaparecer algo que parecía tan real? La identificación es la falsa creencia de que el conocedor es diferente de lo conocido. Educar la mente para cambiar dicha dualidad mediante la continua atención al fluir del presente es el mecanismo idóneo para trascender la falsa identificación.
Cierto es que ante el dolor es difícil ser ecuánime y verlo con una óptica neutra, así como dirigir la atención a algo que sea diferente de él, pero solo la atención continua a un presente que siempre está naciendo es la causa de la ruptura de la dualidad objeto-sujeto. Solamente mediante la ruptura de esta dualidad nace la estabilidad de la no-fluctuación entre extremos mentales; únicamente así se conoce la libertad.
Libertad es ausencia de identificación; libertad es “ser” sin ser “algo”, “ser” sin ser “alguien”.