En la práctica interna, después de vagar por los diversos sentidos, la mente se cansa de esculcar, al igual que un perro se agota de olfatear una zona o lugar. La mente entonces escucha cómo truenan los recuerdos y se va en esa dirección. Solemos plantear que la fantasía es una actividad desbordada e involuntaria de la mente. A su vez, la imaginación es una actividad ordenada donde la mente actúa con el control y rigor que la voluntad impone. Mientras la fantasía es aleatoria, la imaginación tiene visos creativos.
Ahora la atención discurre de los sentidos a los recuerdos. La agitación de la memoria es tal que parece estar en carnavales. Se evocan contenidos fantasiosos o imaginativos, incluso muchos con mezcla de ambas. La presencia sensoria desaparece gracias a que la fiesta producida por la fantasía e imaginación es más fuerte que la distracción sensoria.
Ahora, sumergidos en la intermitente fantasía e imaginación, podemos viajar por el tiempo y llegar a lugares inimaginables. Nos convertimos en espectadores de un decorado de pensamientos y sentimientos de diferentes gradaciones y colores. Estamos absolutamente distraídos, sumergidos en el pasado, jugando a construir realidades con las fracciones de recuerdos que se agolpan como piezas que conforman rompecabezas. Así pueden pasar minutos u horas. Estar distraídos es algo tan frecuente que la práctica meditativa se puede consumir en la inutilidad de una mente completamente caótica. Seguramente llegarán a constatar que pasaron tiempo sin dolores físicos gracias a que la atención rondaba poseída por la fantasía.
Cuando, ya cansados de viajar por los intensos y caóticos mundos de los recuerdos inconexos, la mente no encuentre sentido a lo que ocurre, entonces se deslizarán a otro universo cognitivo tan frecuente como imaginar y fantasear: el sueño.