La experiencia mística es inenarrable. Cuando el ser humano logra entregarse a lo profundo del sentimiento amoroso, de la Comprensión amorosa, cuando se ha despojado de los velos del ego, despojado absolutamente de todo, cuando ha perdido el deseo de realizar cualquier acto volitivo que le impida darse al Amado…
… cuando toda lucha cesa,
en ese instante de silencio,
Todo se gana…
Y aparece lo que se llama la “Visión de Dios”. Una visión que es indescriptible, ya que en Ella las múltiples facetas de la existencia se hacen patentes de forma simultánea.
Entonces el conocedor, el adorante, ve a Dios. Lo ve discurrir en las innumerables e infinitas partes que Lo constituyen y se entrega a Él, se fusiona con Aquello. Y de Aquello deviene el gozo, un gozo que desborda el cuerpo, que no tiene cabida ni en el corazón ni en la cabeza. Y brota el llanto. El cuerpo tiembla, la respiración se entrecorta, a veces se pronuncian palabras sin sentido, a veces simplemente se ansía con desesperación la proximidad de Aquello que se Ama… Esa es la experiencia mística, la profunda experiencia de la Divinidad, de entregar-Se totalmente y sin sentido de yoidad.