El sentido común, lazarillo de la mente, invita a darnos cuenta de que somos parte integrante del universo. Somos una más de las piezas del complicado engranaje de la vida. Cada cual, cada ente a su manera, expresa la fuerza de la vida.
Innumerables partes conforman un todo, el ser humano es una de las posibles partes conformadas y el universo es, a su vez, el todo que las agrupa. El universo, en cualquiera de sus frentes, es un maravilloso espectáculo. ¿Cómo no creerse conocedor de tan maravillosos encantos, tan exquisitos trozos de realidad de la que somos cotidianamente testigos? ¿Quién no admira las diferentes leyes que rigen el cosmos y es capaz de sentir que, evidentemente, aprende o crea? ¡Cielos maravillosamente decorados en las noches de salpicadas luces blancas! ¡Bóvedas de ocres y rojos, dibujados por pinceles maestros, visten amaneceres y atardeceres!
El sentido común demuestra que cada una de las partes constitutivas del todo posee un sesgo de diferencia, razón que permite al ser humano vislumbrar su propio sentido de individualidad.
Todos asumimos tres características de diferenciación que parecen lógicas: existen diferencias en nosotros mismos (manos, pies, cabeza, emociones, sentimientos, recuerdos, etcétera); existe diferencia entre nosotros y los contenidos externos (manos y pies propios respecto a coches, árboles, otros seres humanos, etcétera); existe diferencia entre los variados contenidos externos (un árbol de otro, un coche de otro, etcétera).
¿Cómo contrariar al sentido común? Es tan lógico aceptar a priori la afirmación de diferenciación entre los contenidos del universo, que transgredir el sentido común resulta un completo absurdo.
Todo el sistema de realidad se sustenta en la diferenciación tácita de sus contenidos. El sentido común advierte que así es.