La experiencia mística es un excepcional arrebato que no tiene nada que ver con los sentimientos; es más bien una forma de comprensión que deviene de manera directa sin que medie la mente con sus procesos dialécticos habituales.
Normalmente, la vida dedicada al misticismo nace de una necesidad de entrega. No es una búsqueda externa para lograr serenar y reestructurar el mundo personal ni es un conocimiento que procura una transformación interior.
El mundo místico es un mundo extraño: es dar, ofrecer, entregarse. No es un mundo de recoger ni de tomar. El místico es experto en darse a sí mismo, en entregarse total y completamente. Lo impulsa la creencia clara y básica de que existe Algo más allá de lo que puede nombrarse y experimentarse. Ese Algo, expresión de la Divinidad, se convierte en el objeto fundamental de la vida, ya sea Dios o El Sin Rostro, una imagen, un tótem, o incluso la naturaleza misma.
Uno se adentra en el mundo de la mística con pasos sencillos y simples pero verdaderamente importantes; por ejemplo, con la entrega de las acciones cotidianas a una deidad superior. Al comienzo es una entrega en pequeñas cosas, una necesidad de entregarse a Algo que no se sabe exactamente qué es. Es como un calor que consume y que con el paso del tiempo te convierte en fuego mismo.
Así, pausadamente, surge una especie de realidad simbiótica entre Algo que es superior y la necesidad imperiosa de ofrecer, de dar. Esa condición superior de entrega posee cualidades sumas, eternas, inmutables, únicas, y se convierte en el eje central de la vida de la persona que intenta mostrarse y entregarse a Algo que está más allá del sentimiento y del saber.