Negarse a actuar no impide la aparición de karma. El karma no es un lastre que culpabiliza; simplemente es un nexo automático que nace entre acción y reacción, entre sujeto y acto, cuando la acción y el actor han sido contaminados por el sentido egoico. El karma se parece al sencillo proceso gravitatorio: basta acercar dos masas y la gravedad relaciona la materia induciendo una fuerza de atracción. De igual manera, basta relacionar causa y efecto, actor y acción, mediante el sentido de apropiación egoico, e inmediatamente surge un tipo de encadenamiento cuyo fin esencial es la preservación en el tiempo y espacio del “yo”. La esencia final del karma es la permanencia de la individualidad, la continuidad del sentido egoico.
El hecho de tener un trabajo implica una responsabilidad o compromiso. Quien trabaja recibe una paga cuyo fin es el sostenimiento de las propias necesidades; estudiar es otro tipo de acción. Negarse a alguna de ellas por el sólo hecho de sentir pereza o aburrimiento, o entregarse a ellas en exceso eludiendo otros compromisos previos implica la negación de la acción que por deber ha de ser realizada, generándose un nexo entre la acción no realizada y el actor que no la realizó. Dicho nexo induce un sentido de encadenamiento kármico por omisión, y corresponde al tipo de acción denominada “inacción”.
Hay quienes evitan la acción por el sufrimiento que deviene al realizarla; otros evitan la acción por miedo a errar; todos estos son ejemplos de inacción. La inacción niega el proceso y la continuidad natural de la vida. Sin embargo, la inacción total no existe, pues la vida misma y el hecho de ser consciente de ella requieren inevitablemente de actividad. En verdad, es mejor actuar y equivocarse que no actuar. La acción errada por lo menos concede experiencia, y con ella la promesa de evitar nuevamente el dolor infringido, pero la inacción no allega ningún fruto, ninguna enseñanza que posibilite volver a convertir el error en un vehículo pedagógico de aprendizaje.