Solemos reconocer al dolor como una alarma física o psicológica que implica algún tipo de desorden. Cuando un organismo se encuentra desequilibrado, el dolor es el mecanismo que obliga a centrarnos en nosotros mismos para buscar nuevamente la salud. A nuestro juicio personal, el dolor es una actividad indeseada. El dolor físico y psicológico son como oscuras sombras que nos atenazan y producen reacciones siempre desfavorables y dañinas.
El dolor posee tal condición desequilibrante que huimos de él a toda costa. No solemos estudiar ni analizar nuestro dolor; siempre y en forma inmediata intentamos rápidamente desecharlo. Nadie suele plantear al dolor como un amigo pasajero o un momentáneo maestro; es un monstruo que aterroriza y esconderse de él o aguantarlo es la mejor opción que tenemos.
Hay clínicas e instituciones diversas contra el dolor en todas partes. Todo tipo de analgésicos y químicos que tienen la posibilidad de variar la actividad de los neurotransmisores para paliar la información que ellos trasmiten al cerebro. El dolor pareciera ser un pequeño engendro que siempre está dispuesto a aterrorizarnos.
Suele ser difícil mirarlo a los ojos. Suele ser casi imposible objetivarlo como si fuese otro elemento más: un televisor o una mesa. El dolor se disfraza de desesperación y nos envuelve en las redes de la confusión. Huir, negarlo, acusar, criticar, suelen ser alguna de las mil opciones que impiden ver su rostro.
Sin embargo, mientras corremos a escondernos en nuestro propio agujero psicológico o nos llenamos de pastillas para impedir la presencia del dolor físico, dejamos de lado tanto la dignidad que debemos tener ante el dolor como la capacidad de aprendizaje que
nos puede procurar. El dolor, más allá de cualquier potestad médica, es una potente herramienta de autoconocimiento. Gracias a él podemos descubrir facetas propias absolutamente complejas y mediante su presencia llegamos a aprender cosas que de otra manera jamás sería posible entender.
Más allá de fármacos o psicólogos, hablo de mirar al dolor como un amigo, al igual que hacemos con la irritante factura mensual que nos muestra el valor del saldo de la hipoteca y que, aunque no queramos mirarla, siempre acabamos observando. El dolor visto desde la madurez de la propia presencia interior se convierte no solamente en amigo, sino en un inmejorable maestro. El dolor habla un idioma claro y conciso. Cuando desaparece solemos agitar una tenue sonrisa y retiramos la mueca de cansancio y, en esos momentos, ante el bienestar que se restaura, hacemos votos y juramos equilibrio aunque, eso sí, esas promesas pronto se olvidan.
¿Sabéis de qué hablo cuando os digo que el dolor puede convertirse en amigo? ¿Sabéis qué intento expresar cuando os digo que mirarlo a los ojos sin caer en sus fauces dignifica y enaltece nuestra interioridad?
El dolor, ciertamente, puede atormentar el cuerpo y la mente pero, aún así, nos lleva a nuevas comprensiones, nos traslada a nuevas maneras de ver el mundo, la moral y la ética. La moral vista desde la óptica de quien sufre no es igual a la de quien tiene salud; asumir que la vida es la prioridad esencial no se sostiene ante la vivencia del dolor lacerante. Qué extraño poder de convencimiento tiene el dolor que frente a su presencia arrolladora, incluso la importancia de la vida llega a pasar a un segundo plano. Cambiar de esta manera nuestras convicciones personales sólo lo logran el consejo amable de la sabiduría o de la amistad. Esta maravillosa cualidad, la de transformar de raíz y a profundidad la mente misma, es un mecanismo pedagógico que desconocemos.
Hacer frente al dolor, encarar su turbia faceta y convertirlo en objeto de análisis, procura una fuerza interior que sirve de eje para la ampliación de la propia conciencia. El dolor es un amigo harapiento cuyas sordas palabras podemos apreciar si tenemos la suficiente fortaleza para escucharle.