El deseo primario de existir como ente individual y la propia necesidad de continuidad de esa naturaleza individual catalogan la acción y la proveen de una naturaleza moral. El “yo” determina la intensidad del acto moral y lo categoriza como bueno o malo. La cultura, educación, medio ambiente social, etcétera, en los que se ve envuelto el sujeto, deciden si un acto corresponde a las expectativas válidas que ellos promulgan.
La dificultad estriba en que el valor de los actos no es más que la suma del valor probable de cada uno de los entornos donde se desenvuelve el ser humano. Así, con tanta democracia ética, no existe acuerdo alguno respecto a lo “bueno en sí”.
No existe una moral universal, y el actuar del ser humano se supedita a la conveniencia de cada grupo donde se desenvuelve. Por ello, no existe ni existirá un valor único moral de cualquier acción. Quien controla la “moral democrática” controla el actuar del ser humano y puede impulsarlo a una guerra, a ser un suicida o a la entrega personal a un ideal. Así, cada acto pareciera estar siempre debidamente justificado.
El mercado de la vida y el de la muerte son peligrosamente similares; basta que la ley determine qué conviene para sostener a quienes la promulgaron para que un acto contrario sea tildado de rebelde, anárquico o satánico.