El deseo tiene la transitoriedad y la momentaneidad que opera en la mente. Él nace y muere. El deseo no tiene el acto vivo presencial que posee la devoción. La devoción te da equilibrio, pierdes esa capacidad de procesar vrittis, eres consciente, atento y vivo. El deseo, en cambio, es plano, seco y frío.
¿Has estado atento alguna vez a la atención? ¿Has podido hacerlo alguna vez? ¿Has notado la intensidad que ahí hay? ¿Te das cuenta de que eso es inimitable? Es terriblemente vivo. El deseo solamente cobija la intensidad del instante en donde él ronda, pero por ser una actividad mental, un vritti, siempre es momentáneo. Al haber deseo hay alguien que desea; entonces, finalmente, el que desea, al no lograr su meta, acaba sintiéndose triste y solo, es decir, acaba perdiendo el objeto de su deseo. En la entrega verdadera esto no ocurre, en la entrega interior no opera esa condición; no hay sensación de soledad porque no hay quien esté solo, no hay quien se sienta ido, pues no hay “yo” que se lo pregunte.
Si la actitud psicológica con la que vives la vida es de una profunda trascendencia, si para ti el mundo es tan importante porque te ayuda a vivir pero es tan intrascendente porque es todo fútil, si lo que amas tiene la intensidad de lo que vale pero, a su vez, tiene la futilidad de que todo es cambiante y no te llena; si en ti y en tu vida cotidiana hay esa bipolaridad de procesos metafísicos y psicológicos, has de saber que trasladas la devoción a un mundo interior en forma de incontables pensamientos.