Cuando llega el enamoramiento divino y el sentimiento es realmente profundo, acogedor y casi sobrehumano, no se piensa más que en ello, no hay nada que llene más; la vida mística no tiene razón de ser sin la cercanía del Amado. El sentimiento místico es continuo y se da no solamente con el objeto de nuestro amor sino con todos los seres, incluso con el aire, con el agua, con el comer, se vierte en todo lo existente. Es un sentir continuo y constante que colma plenamente. Y cuanto más colma, más presente se hace. Y cuanto más presente está, más obsesivo se vuelve. Y cuanto más obsesivo es, más enfurece. Y cuanto más enfurece, más liberador se hace.
Y al final no queda nada. No se es dueño de nada, ni siquiera de uno mismo, porque lo que uno era se entregó también. Y el cuerpo ya no molesta porque no se tiene conciencia de él. Igual pasa con la proyección hacia el futuro y hacia el pasado: todo eso se desvanece porque el fulgor de un simple instante en presencia de lo Divino todo lo copa y todo lo vela.
Amar es como morir. Mueren mundos que parecían importantes y que ahora se vuelven irrelevantes. Es como beber de una Divina Copa que todo lo sacia; es un sentir profundo, un embeleso, una enajenación. Es algo que no puede transmitirse; únicamente la poesía llega a describirlo de una manera nimia y pobre.