El don más preciado del ser humano es atender. Atender tiene una abrumadora ventaja: es una actividad continua, esto es, nunca se puede dejar de atender. En el peor de los casos atenderemos a lo que no corresponde, pero nunca podremos dejar de estar atentos a algo. Su condición de continuidad no le permite intermitencias, variar con el proceso cognitivo ni asociarse de manera discreta por pasos, por saltos. No existen fracciones de atención sino continuos de atención.
La atención aviva todo aquello que de otra forma sería difícil de comprender y hace que se entienda todo aquello que de otra forma sería difícil de entender. En la medida de lo posible toca estar siempre atentos, siempre presentes en lo que se hace, en lo que se dice, lo que se plantea, lo que se busca, lo que se siente. No importa si cualquiera de estas condiciones no dura. Lo siguiente que venga, atendámoslo. Así una y otra vez. Ocupémonos de estar atentos cuando nos calzamos, cuando bajamos las escaleras, cuando caminamos, cuando hablamos, cuando escuchamos. No importa si hay «yo», si no lo hay, si percibimos el svadharma, si hay fe o lo que hay es su ausencia. La atención consume al «yo», consume toda creencia. No es necesario hacer esfuerzo por atender. La atención ya está, no nos la puede quitar nada ni nadie. No importa qué hagamos, qué seamos, qué busquemos, sólo importa estar atentos en lo que se hace, por simple o complejo que sea.
La condición de la atención, por ser un evento continuo, nos llevará a una esencia de continuidad de conocimiento: la No-dualidad.