Ante la magnitud del momento de la muerte solemos aterrorizarnos de nuestra pobre y endeble forma de vivir

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Las certezas son nuestros grandes salvavidas cuando la tormenta de la mente crea desesperación y dolor. Uno de los momentos más traumáticos de la vida es la muerte. Cuando se acerca, pareciera que toda certeza adquirida en vida es incapaz de autojustificar su presencia. La muerte nos enfrenta con los propios abismos interiores, con las más agudas desesperaciones, y pone de manifiesto la falta de creencia en la vida y en nosotros mismos.
En la muerte hay dos mundos: el de quien parte y el de quien se queda. A ambos mundos se les otorga la condición de la reflexión. Durante esos momentos la vida cobra un matiz que sólo ese instante provee.
Quien parte al más allá tiene la posibilidad de perdonar y perdonarse. Muchas veces el tránsito demora días, y quien salta a la otra vida tiene la posibilidad de introducirse en nuevos y asombrosos mundos llenos de la fantasía y el brillo que engendra lo divino. Lugares, personajes y luminosos destellos del más allá sorprenden el maltrecho cuerpo que agoniza, dejando que su mente goce de la tranquilidad que vendrá. Otras veces, ante una vida indigna, quien parte ve con claridad sus fallos y nota cuán débil fue su mente para entregar compasión y aliento cuando fue necesario. Es entonces cuando se aprecia la importancia de ese instante culmen en donde las certezas del perdón deben afianzarse para irse en paz.
A quien se queda también se le otorga el don de la reflexión. La vida se sopesa sin mentiras. Por momentos vemos nuestros actos exentos de los velos de los propios miedos, por instantes somos libres. Ante la magnitud del momento solemos aterrorizarnos de nuestra pobre y endeble forma de vivir. Estos son los momentos de resarcirnos en nuestro interior y emprender un camino hacia la búsqueda de la propia dignidad en la vida.
¿Qué certeza permanece firme ante el impulso de la muerte que arremete? Toda certeza que persista en los difíciles momentos del tránsito final son aquellas que generalmente dignifican el alma y sirven de solaz en el futuro. La existencia no termina con la muerte. El conjunto de inacabadas tendencias mentales y físicas acaba por forzar, en otro lugar y tiempo, la continuidad de dichos condicionamientos. Aquello que nuevamente recurre a la vida y hace que se tome un nuevo cuerpo está impulsado por la serie de certezas que existan como prioridad en nuestra mente.
Toda certeza es capaz de construirse en un instante. No se requiere de floridos discursos para afianzar la comprensión de algo válido. Por ello, cualquier instante de la vida es suficiente para provocar un cambio rotundo en la manera de ser y pensar. La muerte es la última oportunidad de cambio que la naturaleza nos otorga. Valorar dicho instante ha de convertirse en algo crucial para quien parte y quien se queda.
Hay una certeza que, sobre todas las demás, es capaz de deshacer cualquier temor infundado. Hay una certeza que imprime en el alma de quien la posee una fuerza de existir que atraviesa intacta la muerte. Dicha certeza es la comprensión de saber qué es lo Real.
Cuando lo Real pasa de ser un melodioso discurso a una comprensión completa que impregna cada acto de la vida, entonces vida y muerte serán un juego digno de experimentarse, pero no pasarán a ser más que eso: un bello juego, una hermosa ilusión.