El deseo, como tal, no cualifica ni cuantifica la acción; tan solo relaciona la causa de la acción con su consecuencia posterior. Todas las acciones realizadas por los individuos en un presente tienen como causa previa una acción realizada por deseo, razón por la cual ambos, acción y deseo, hilvanan el hilo del karma.
De todos los deseos pretéritos, prima aquel por el cual la vida individual nace y se sostiene: el deseo de ser y existir como un “yo”. El deseo planea en la mente humana creando la mayor fuente de dolor y penurias: el egoísmo. El ser humano, por naturaleza, ni es bueno ni es malo; tan sólo es egoísta. Prevalecer en el “yo” pese a todo, y sin importarle nada, infunde egoísmo. Afianzar el “yo” a través de la acción, relacionándose con esta mediante la pertenencia y la apetencia del resultado induce continuidad a la sed egoísta del mismo “yo”.
El mundo entero, ilusionado por la voluntad y el deseo, clama por resolver el misterio de saber qué es el “yo”. Pero, extrañamente, nadie se contenta con el simple misterio de “ser”. “Ser” es un acto tan normal y espontáneo que, en la práctica, se experimenta como axioma. Se “es”, y punto; nadie lo niega. Pero “ser” asociado a algo, como por ejemplo “ser yo”, cautiva y confunde a la mente. Karma es aquello que mantiene la continuidad de “ser yo”. La meditación, en cambio, nos sitúa en la esfera de “Ser” asociada a un “no-yo”.